lunes, 21 de marzo de 2011

Un caramelo a la puerta de un colegio

Hola, soy un caramelo a la puerta de un colegio. Ya sabéis el dicho: «Vas a durar menos que un caramelo a la puerta de un colegio». Pues ese soy yo. Mi única posibilidad de sobrevivir es que estemos en verano, pero eso es bastante improbable porque hace un frío de mil demonios. Por lo tanto, tendré que esperar mi final con serenidad. No es que me moleste (al fin y al cabo el sentido de mi vida es acabar entre los dientes lechosos de un niño), lo que más temo es que no se percaten de mi presencia y me aplasten. No me gustaría acabar aplastado con mi relleno de fresa desparramado por la acera o, peor aún, enganchado en el zapato de alguna criatura o, aún mucho peor, de su padre. Los padres son mucho más bestias a la hora de desengancharse algo de los zapatos. Rascan en la tierra como toros bravos y golpean los talones con el canto de las aceras. Sin embargo, los niños pasan de todo. Corren, juegan, brincan, bailan y no se enteran de que tienen un caramelo en su zapato. Yo conocí a un caramelo de menta que se pasó tres meses enganchado en la bota de un boy scout. ¡Qué suerte! ¡Siempre de excursión!... Aaaah... ¡Qué envidia!... Aunque hace poco me enteré de que se lo comieron las hormigas el verano pasado cuando fueron de campamentos. El chaval se había comprado un par de botas nuevas y abandonó las viejas junto a un hormiguero... Bueno... ¡Que le quiten lo bailao!

Creo que no debe de faltar mucho para que salgan los niños del colegio, porque un policía municipal se ha puesto a regular el tráfico. Empiezan a llegar padres, madres, abuelas, vecinas de las madres. El tráfico se complica. El policía parece un molino de viento. Creo que acaba de armar un taco de mucho cuidado. Ha sido culpa suya, pero la policía siempre tiene razón y se lía a pitidos con un pobre peatón que quería cruzar la calle. Una señora se ha parado junto a mí. Lleva zapatos de tacón y empiezo a preocuparme por mi integridad física (poneos en mi lugar).

Ha sonado el timbre. Hay un gentío impresionante delante de la puerta (bueno, impresionante para un caramelo relleno de fresa, como yo). Las madres estiran el cuello para poder ver a su hijo antes de que salga. Se diría que tienen miedo de que se lo quiten. Sería gracioso que las madres se llevaran un niño diferente a casa cada día. ¡Como caramelos! ¡El que lo coja primero, se lo queda!... Yo sé bien lo que es eso. Estuve en una de esas cajas de caramelos para regalar. Las Navidades pasadas, destaparon la caja y lo primero que vimos fueron los caretos de cinco o seis niños amontonados, mirándonos con los ojos como platos… En décimas de segundo, nos llevaron hasta sus bolsillos cogiéndonos a puñados. Yo acabé con un grupo de cinco caramelos de café con leche en el abrigo de una niña que, por suerte o por desgracia (ya veremos cómo acaba mi vida), no le gustaban los caramelos rellenos. Y por eso estoy aquí ahora.

Ya salen los niños… y de momento ninguno se ha fijado en mí. Ahora vienen los más peligrosos, los de seis o siete años. Uno de ellos parece que me mira. Sí, sí, ya me ha visto. Se acerca, me observa, se agacha, me coge, mira la etiqueta, me quita el envoltorio (esto es el final, pienso), se me lleva a la boca... «¡Niño, no cojas nada del suelo! ¡Marrano!»... Es su madre. Le ha dado un cachete en la cocorota y el niño me ha dejado caer al suelo sin darle tiempo a saborearme... ¡Dios mío! (suponiendo que los caramelos tengamos algún dios)... ¡Esto es lo peor que le puede suceder a un caramelo! ¡En el suelo, desnudo, sin envoltorio y a merced de cualquier bicharraco! ¡Soy un caramelo a la puerta de un colegio! ¡Que alguien me coma, cojones! Y, encima, me he quedado al borde de una alcantarilla. Solo faltaría que las ratas empezaran a roerme... ¡Quiero un final digno para un caramelo!

Ha llegado la noche. Hace frío y yo sin envoltorio. De momento las ratas no han aparecido, pero me ha pasado un caracol por encima y me ha dejado hecho un asco antes de subirse a la acera y continuar hacia las avenidas (parece que lleva un poco de prisa)... De pronto se acerca un perro de esos «mil leches» que lo mean todo. Me husmea, pasa de mí... Vuelve a husmearme... me toca con la pata... me chupa… Me agarra con los dientes y me lleva en la boca hasta un parque cercano. Estoy chorreando (este perro es un baboso. ¿Por qué no me come de una puta vez?...). Se acerca al pie de un árbol y empieza a hacer un hoyo rascando con sus patas delanteras... ¡No, por favor!... ¡No puede ser!... ¡No puedo creer que este sea mi final!... Pero... No… aún no ha acabado… Me entierra, se mea encima para marcar el territorio y se marcha... Me temo que, con la cara de gilipollas que tenía este perro, no se acordará en la vida de dónde me ha enterrado.

Yo tenía razón. Llevo seis meses esperando a que el maldito perro se acuerde de mí y me desentierre de una puñetera vez. A lo mejor ni siquiera le gustan los caramelos. Hay algunos perros que son tontos, tontos, tontos… Y creo que este era uno de ellos. Me han meado, me han cagado, ha llovido y, para rematar, acaban de enterrar un montón de sardinas a mi alrededor (¿pero quién coño se dedica a enterrar sardinas?). ¡Huele que apesta!


Seguro que vosotros pensabais que la vida de un caramelo era fácil. Pues ya veis... ¡Siempre se puede estar peor!



   

3 comentarios:

  1. ¿Te fijaste en el tipo de arbol era?Con un poco de suerte era un frutal y puedes rellenarte de nuevo, en la proxima reencarnacion del azucar requemado, que debe estar al caer. Dulce suerte amigo.

    ResponderEliminar
  2. JODER QUE PUTADA ES LA HISTORIA DE MI VIDA YO TAMBIEN SIGO ESPERANDO Q ME DESENTIERREN.

    ResponderEliminar
  3. eso pasa por estar rellenito,si es que vivimos en una sociedad...!

    ResponderEliminar