jueves, 4 de diciembre de 2014

Ignatius Caulfield 3

A veces pienso que me gusta que la gente piense que soy un bicho raro; quizá lo haga porque creo que eso le irá bien a mi carrera de escritor, quizá solo esté haciendo marketing de mi vida o quizá lo haga para distinguirme de los demás, porque cuando la gente te cataloga como un bicho raro es como si te pusieran una medalla: “¡Miren, por allí va el campeón de los bichos raros!”, “¡Estuvo encerrado en su habitación sin salir durante tres años para escribir su novela!”, “¡Menudo personaje!”... Pero, realmente, todos somos bichos raros. Jack, sin ir más lejos, hace cosas imbéciles para cruzarse con Rachel al salir del instituto. Pero, claro, a eso le llaman amor y no pasa nada. Igual que Ray Cullingham, del equipo de fútbol, que ya se ha destrozado la tibia cuatro veces. Es deporte, es normal. O Sheila Davies, que quiere ser cantante sin darse cuenta de que eso es imposible (la he oído y sé de lo que hablo). O la madre de James Sutton, que, como la mía, tiene la casa repleta de espectaculares vajillas, exuberantes floreros y frágiles figuritas de cristal. Cada vez que voy a su casa parece que entro en un campo de minas. Hay que ser muy ágil para pasar por allí y no rozar alguna de aquellas piezas. A veces he pensado en lanzarme contra ese montón de cachivaches, solo por saber qué pasaría.

Pero solo lo he pensado, porque no soy un bicho tan raro…

Solo intento encontrar un sentido a todo esto, como todos.




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