lunes, 9 de febrero de 2015

Las sardinas a la brasa

 Aquel día tenía hambre, como todos los días. Era domingo, y los domingos siempre voy a dar una vuelta por la playa... Bueno, no siempre, algunas veces... Bueno, la verdad es que hacía tiempo que no iba. En fin, ahora que lo pienso no voy casi nunca... Debe de ser que siempre pienso que debería ir pero al final no voy... Cosas del subconsciente. Bueno, lo importante es que aquel domingo fui.

Era invierno pero hacía un día maravilloso, un sol espléndido. Iba pensando en una idea para una novela. Soy escritor, bueno, mejor dicho, a veces escribo cosas... relatos cortos... aunque, pensándolo bien, hace tiempo que no escribo nada... Bueno, lo importante es que aquel domingo estaba pensando en escribir algo... No recuerdo muy bien qué... Ah, sí... Era un cuento sobre un perro que se convertía en presidente del gobierno y todo lo hacía muy bien... se titulaba El perro más listo del mundo.

... Estaba pensando en ello cuando me llegó un olor a sardinas a la brasa impresionante. El olor era tan puro que ya me vi comiendo un plato de sardinas con pan tostado frotado con ajo, tomate y aceite. Me imaginé una gran ensalada con tomate, lechuga, cebolla, olivas, zanahoria... La sugestión era tan real que me pareció que mis dedos olían a pescado y hasta me pareció ver una mancha de vino tinto en mi camisa. La verdad es que me cogió un hambre salvaje...

Empecé a buscar de donde provenía el olor. Fue fácil. Unos metros por delante de mí había un grupo de jubilados que estaban asando sardinas en una gran barbacoa, en la playa. Parecía una especie de “sardinada” popular organizada por alguna asociación de vecinos. Me acerqué a fisgonear un poco a ver si pillaba algo, a meter la nariz... nunca mejor dicho.

Al cabo de un rato, cuando ya había cogido confianza con un par de señoras que se dedicaban a poner las sardinas en el fuego y que me contaban que hace unos años todo aquel paisaje repleto de edificios que rodeaban la playa era campo y que por allí pasaba un tranvía... me sonó el móvil... Era Raquel...  Me disculpé y me aparté unos metros para hablar tranquilamente mientras la saliva se regodeaba en mi paladar sugestionado por el olor de las sardinas… Raquel acababa de llegar de viaje y empezó a contarme como le había ido... Yo no le pregunté nada para intentar no alargar mucho la conversación, porque los jubilados ya empezaban a comerse las sardinas y, sobre todo, porque nos íbamos a ver aquella misma tarde… Pero a ella le gusta hablar por teléfono... Es como un vicio.

Raquel y yo nos conocemos desde hace muchos años. Vivimos juntos un tiempo, pero no funcionó. Yo siempre tengo la cabeza en otro sitio y se cansó de mis silencios. Mis teorías sobre el silencio y sus propiedades curativas la sacaban de quicio. Ella siempre estaba hablando, no podía estar callada ni un momento, y si estaba con mas gente todavía peor. En cuanto había un silencio empezaba a hablar como una cotorra de cosas que no venían a cuento. Ella decía que lo hacía para que no decayera el ambiente, decía que una conversación lleva a la otra y al final siempre puede salir alguna cosa interesante. A mí me parece que se ponía nerviosa cuando nadie hablaba... Yo le decía... “¡No pasa nada!” ¿Por qué tenemos que estar siempre hablando? ¿Qué es lo que te molesta?”... Pero siempre salía con evasivas... Y mi teoría la sacaba de quicio... Al final, hacerla enfadar era como un juego para mí. La verdad es que no sé que hacía viviendo con ella... Bueno, qué más da...

Después de estar un buen rato en silencio mientras ella me contaba su viaje por teléfono, quedamos por la tarde para que me contara su viaje sin teléfono y colgué. De repente se me ocurrió una nueva idea para el relato del perro. Algo así como que el perro presidente obligaba a la población a estar en silencio por lo menos dos horas al día... Parar los coches, los comercios, las fábricas, desconectar los teléfonos, apagar los televisores, las radios, los ordenadores, los frigoríficos, el aire acondicionado y cualquier aparato que produjese algún tipo de ruido… Hasta conseguir el silencio absoluto… Me imaginé la situación y pensé en el efecto que produciría en la población de una gran ciudad… Seguro que a los diez minutos muchos se empezarían a poner nerviosos, moviéndose de un lado a otro sin saber donde meterse… Me quedé un rato meditando la idea y entonces... me acordé de las sardinas. Miré a mi alrededor pero no quedaba nadie, estaban todos tomando café en el chiringuito. ¡Mierda! Se habían acabado las sardinas y yo sin catarlas. Me acerqué a la barbacoa, pero ya no quedaba ni una. Solo quedaba el olor flotando en el ambiente.

Detrás de una tabla de windsurf que había sobre la arena vi a un gato comiéndose los restos de las sardinas y relamiéndose los bigotes… De pronto dejó de comer y se quedó mirándome fijamente… Tuve la sensación de que se reía de mí.

Aquella tarde Raquel me contó todas las anécdotas de su viaje… y después fuimos a cenar al bar de Jacinto.

Yo pedí sardinas, pero no fue lo mismo.



Ilustración: Aniola Guilera

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