Aquel día
tenía hambre, como todos los días. Era domingo, y los domingos siempre voy a dar
una vuelta por la playa... Bueno, no siempre, algunas veces... Bueno, la verdad
es que hacía tiempo que no iba. En fin, ahora que lo pienso no voy casi
nunca... Debe de ser que siempre pienso que debería ir pero al final no voy...
Cosas del subconsciente. Bueno, lo importante es que aquel domingo fui.
Era invierno pero hacía un día maravilloso, un sol
espléndido. Iba pensando en una idea para una novela. Soy escritor, bueno,
mejor dicho, a veces escribo cosas... relatos cortos... aunque, pensándolo
bien, hace tiempo que no escribo nada... Bueno, lo importante es que aquel
domingo estaba pensando en escribir algo... No recuerdo muy bien qué... Ah, sí...
Era un cuento sobre un perro que se convertía en presidente del gobierno y todo
lo hacía muy bien... se titulaba El perro
más listo del mundo.
... Estaba pensando en ello cuando me llegó un olor
a sardinas a la brasa impresionante. El olor era tan puro que ya me vi comiendo
un plato de sardinas con pan tostado frotado con ajo, tomate y aceite. Me
imaginé una gran ensalada con tomate, lechuga, cebolla, olivas, zanahoria... La
sugestión era tan real que me pareció que mis dedos olían a pescado y hasta me
pareció ver una mancha de vino tinto en mi camisa. La verdad es que me cogió un
hambre salvaje...
Empecé a buscar de donde provenía el olor. Fue
fácil. Unos metros por delante de mí había un grupo de jubilados que estaban
asando sardinas en una gran barbacoa, en la playa. Parecía una especie de
“sardinada” popular organizada por alguna asociación de vecinos. Me acerqué a
fisgonear un poco a ver si pillaba algo, a meter la nariz... nunca mejor dicho.
Al cabo de un rato, cuando ya había cogido confianza
con un par de señoras que se dedicaban a poner las sardinas en el fuego y que
me contaban que hace unos años todo aquel paisaje repleto de edificios que
rodeaban la playa era campo y que por allí pasaba un tranvía... me sonó el
móvil... Era Raquel... Me disculpé y me
aparté unos metros para hablar tranquilamente mientras la saliva se regodeaba
en mi paladar sugestionado por el olor de las sardinas… Raquel acababa de
llegar de viaje y empezó a contarme como le había ido... Yo no le pregunté nada
para intentar no alargar mucho la conversación, porque los jubilados ya
empezaban a comerse las sardinas y, sobre todo, porque nos íbamos a ver aquella
misma tarde… Pero a ella le gusta hablar por teléfono... Es como un vicio.
Raquel y yo nos conocemos desde hace muchos años.
Vivimos juntos un tiempo, pero no funcionó. Yo siempre tengo la cabeza en otro
sitio y se cansó de mis silencios. Mis teorías sobre el silencio y sus
propiedades curativas la sacaban de quicio. Ella siempre estaba hablando, no
podía estar callada ni un momento, y si estaba con mas gente todavía peor. En cuanto
había un silencio empezaba a hablar como una cotorra de cosas que no venían a
cuento. Ella decía que lo hacía para que no decayera el ambiente, decía que una
conversación lleva a la otra y al final siempre puede salir alguna cosa
interesante. A mí me parece que se ponía nerviosa cuando nadie hablaba... Yo le
decía... “¡No pasa nada!” ¿Por qué tenemos que estar siempre hablando? ¿Qué es
lo que te molesta?”... Pero siempre salía con evasivas... Y mi teoría la sacaba
de quicio... Al final, hacerla enfadar era como un juego para mí. La verdad es
que no sé que hacía viviendo con ella... Bueno, qué más da...
Después de estar un buen rato en silencio mientras
ella me contaba su viaje por teléfono, quedamos por la tarde para que me
contara su viaje sin teléfono y colgué. De repente se me ocurrió una nueva idea
para el relato del perro. Algo así como que el perro presidente obligaba a la
población a estar en silencio por lo menos dos horas al día... Parar los coches,
los comercios, las fábricas, desconectar los teléfonos, apagar los televisores,
las radios, los ordenadores, los frigoríficos, el aire acondicionado y
cualquier aparato que produjese algún tipo de ruido… Hasta conseguir el
silencio absoluto… Me imaginé la situación y pensé en el efecto que produciría
en la población de una gran ciudad… Seguro que a los diez minutos muchos se
empezarían a poner nerviosos, moviéndose de un lado a otro sin saber donde
meterse… Me quedé un rato meditando la idea y entonces... me acordé de las
sardinas. Miré a mi alrededor pero no quedaba nadie, estaban todos tomando café
en el chiringuito. ¡Mierda! Se habían acabado las sardinas y yo sin catarlas.
Me acerqué a la barbacoa, pero ya no quedaba ni una. Solo quedaba el olor flotando
en el ambiente.
Detrás de una tabla de windsurf que había sobre la
arena vi a un gato comiéndose los restos de las sardinas y relamiéndose los bigotes…
De pronto dejó de comer y se quedó mirándome fijamente… Tuve la sensación de
que se reía de mí.
Aquella
tarde Raquel me contó todas las anécdotas de su viaje… y después fuimos a cenar
al bar de Jacinto.
Yo
pedí sardinas, pero no fue lo mismo.
Ilustración: Aniola Guilera
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