Aquel día tenía hambre, como todos los días. Estaba de viaje. Conducía solo, de madrugada. Quería llegar a casa a primera hora de la mañana. Llevaba varias horas al volante y solo había comido un bocadillo en todo el día. Estaba cansado y tenía hambre, como es lógico. Paré en una estación de servicio de la autopista.
A pesar de la hora, el bar estaba bastante concurrido, algunos autobuses acababan de llegar y me encontré haciendo cola en el self-service. Cogí mi bandeja, mi vaso, los cubiertos y todo lo demás y empecé a analizar lo que había para comer. Las expectativas no eran demasiado halagüeñas…
1ª bandeja
Pollo con salsa: Muslos de pollo esparcidos por la bandeja como si estuvieran enfadados unos con otros, como si los hubieran lanzado desde el espacio exterior y al golpearse con la bandeja hubiesen perdido el conocimiento. La salsa, amarillenta y pringosa, casi transparente, los cubría por la mitad formándose charcos de aceite solidificado a su alrededor. Vi una mosca enganchada en una cebolla. Trozos de piel de pollo deambulaban por la bandeja buscando un lugar donde asentarse definitivamente. La carne de los muslos, deshilachada por el esfuerzo, iba separándose poco a poco del hueso, como si quisiera desprenderse de él, huir de su yugo hacia mundos desconocidos. Luchaba por liberarse de la ligadura de sus tendones y navegar en libertad por aquel inquietante mar de líquido indefinido.
2ª bandeja
Macarrones a la boloñesa: Estaban tostados al horno, pero la capa de queso tostada se había ido encogiendo con el paso del tiempo. Los días, semanas (o años) que llevaran aquellos macarrones allí habían hecho mella en su personalidad. La capa de queso, junto a los macarrones que quedaron enganchados al fundirse en el horno, formaban una capa uniforme, como debe ser, sí, pero aquella capa de queso tostada no era como las demás… Había ido resecándose, cambiando su forma original. Ahora parecía querer extender sus alas y echar a volar, desentendiéndose de los macarrones. Esos macarrones, los que supuestamente deberían haber estado cubiertos por el queso, aparecían ante mis ojos luciendo su desdicha. Pálidos, casi desnudos, agrietados, apelmazados en su propio sudor. De esa manera, uniendo sus fuerzas, aquel pastiche intentaba disimular su fecha de nacimiento, abandonados por la salsa de tomate, que se esforzaba inútilmente por pintar de un rojo desteñido aquellos patéticos macarrones erosionados por la ventisca del tiempo.
Empecé a pensar en pedirme un bocadillo.
Aquel análisis estaba siendo muy decepcionante, pero yo tenía hambre, no podía desistir. Mi espíritu crítico debía de quedar a un lado y hacer un esfuerzo de adaptación. Necesitaba calorías. Y allí estaban las calorías. Entonces tuve el presentimiento de que aquella comida la recordaría toda la vida.
Y así fue.
Seguí analizando los platos.
3ª bandeja
Ensaladilla rusa: Cuando la vi, me enamoré. “Ahí está”, me dije. ”Ya lo tengo, comeré ensaladilla”… La acababan de sacar de la cocina. La mayonesa que cubría la bandeja tenía muy buen aspecto y estaba decorada con tiras de pimiento rojo y olivas rellenas. Tenía hambre. Estaba decidido, comería ensaladilla. Pero de pronto, cuando estaba a punto de pedir una ración, algo captó mi atención. Algo que me había pasado desapercibido en un primer momento: los daditos.
Me fijé en el tamaño de los daditos de patata, los cachitos de judía y de zanahoria. Cuadraditos. Todos iguales. Perfectos. Como clones en una fábrica de clones. No tuve que pensar demasiado, la deducción era sencilla: todo aquello era congelado, sin duda. Quizá eso no hubiese sido un obstáculo insalvable para comérmela, pero tenía que seguir investigando antes de tomar una decisión como aquella. Por eso me fijé en la textura de los guisantes… Brillaban, brillaban a la luz de los neones ultravioleta que realzaban su esplendor. Los imaginaba duros, insípidos y las zanahorias flácidas y aguadas. Sin sabor a nada.
En ese momento tuve una visión: una gran bolsa de 50 quilos de ensaladilla congelada atravesando el Pacífico en un barco con bandera China junto con otros 50 containers más de ensaladilla. Los vi descargando en el puerto su mercancía. Camiones y camiones de ensaladilla se dirigían a los almacenes de ensaladilla congelada más grandes del continente donde eran distribuidos a sus correspondientes distribuidores. Distribuidos más tarde a los distribuidores que distribuirían luego a las aéreas de servicio… donde, sin decirme nada, me lo distribuían a mí.
Aquella visión me hizo reaccionar, me puso en alerta. Pero lo que realmente me decidió a desechar finalmente aquella falsa ensaladilla fue que no fui capaz de vislumbrar el atún por ningún sitio…
A no ser que fuese la minúscula sombra que me pareció ver bajo aquel embaucador manto de mayonesa… Que lo cubría todo.
Entonces vi los libritos de lomo.
4ª bandeja
Libritos de lomo: No eran gran cosa, el rebozado estaba ligeramente requemado y el queso que sobresalía no tenía muy buena pinta, pero era lo último que quedaba y prefería comer algo caliente. Y pedí un plato. “¿Con patatas?”, me preguntó el camarero. Miré hacia la bandeja de patatas. Me bastó con una mirada. “No, gracias”, le contesté.
Como era de esperar, me calentaron los libritos en el microondas. Salieron de allí humeantes y desprendiendo un extraño aroma que por un momento me recordó el retrete del bar de Jacinto, allá en mi barrio. Puse el plato en la bandeja, cogí una cerveza y fui hacia la caja, resignado a pagar por aquella mierda.
Por supuesto, el rebozado estaba pastoso, el lomo seco y el relleno escaso. Cuando lo probé pensé que me había equivocado de plato. Que lo que estaba comiendo no tenía nada que ver con lo que había conocido hasta ese momento como comida. Que aquello era un experimento de la NASA, y que yo había sido elegido para participar en un programa destinado a probar un nuevo tipo de alimento para dar de comer a los cerdos en el espacio.
Desde aquel día juré que nunca más comería en una estación de servicio.
A día de hoy sigo cumpliendo aquel juramento.
Por los siglos de los siglos.
Amén.
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