miércoles, 9 de diciembre de 2015

Las pochas con chorizo

    Aquel día tenía hambre, como todos los días. Pero antes de comer tenía que terminar un cuento para una revista digital. Aquel mes sacaban un número sobre la letra "ch" y, como siempre, lo dejé para el último momento. La verdad es que no sabía muy bien que escribir y me puse a improvisar... hasta que lo acabé... 

El último trabajo de Charo

Carabanchel 1938

    Charo entró en la charcutería a comprar un cacho de chorizo con los cuatro chavos que le había dado Nacho, su chulo, por chuparle el coño a aquella vieja chocha millonaria. Poco más se podía hacer para echarse algo a la boca en aquellos achuchados años de posguerra.
    Aquella noche eran ocho a cenar en la chabola... Además de sus hermanos Pancho, Lucho y Chema; su padre, Chencho, y su madre, Chelo, venía su prima Conchita y su marido, Eduardo. Charo tenía pensado cocinar unas alubias pochas con chorizo, una receta que le había enseñado su abuela Chabela cuando aún era una chiquilla.
    La charcutería estaba mucho más concurrida que otras veces y tuvo que apechugar con la espera. Las demás mujeres, dicharacheras, bajaron el tono cuando entró y la saludaron con cierta chulería sin poder evitar echarle algún reproche con la mirada o cachondearse con alguna chanza de las suyas.
    Charo estaba harta de ellas.
    —Buenos días, Charo. Qué, ¿cómo va ese chollo de trabajo que tienes? ¿Ya te han ascendido? —le preguntó Maricheli, la mujer del señor Chamorro, el churrero. Las otras le rieron el chiste.
    —Ayer me follé al machote de tu marido. Lo até a la cama y le hice todo lo que me pidió. Tendrías que haber escuchado cómo chirriaba el colchón —contestó sin inmutarse.
    —Eres una puta descarada. Anda y vete a chuparle el chocho a la «millonetis» esa. Eres la vergüenza del barrio. Espero que algún día te metan en Chirona.
    Aquellas mujeres se consideraban de otra clase social. La mayoría de ellas trabajaba de chacha en los barrios ricos y sus maridos hacían chapuzas de fontanería, albañilería y cosas así. Ganaban lo justo para trapichear con su vida, pero soñaban con ser miembros de la clase media madrileña. Mientras que Charo aceptaba sus desdichas y se dejaba llevar por los caprichos del destino.
    De repente Nacho entró en la charcutería chasqueando los dedos con desfachatez...
    —¡Charo, deja eso, tenemos un trabajo! —dijo desde la puerta.
    —Esta noche tengo una cena con la familia. Ya te lo he dicho esta mañana. No se te ocurra chafarme la fiesta.
    Nacho se acercó a ella y le susurró al oído.
    —Venga, chica, déjate de chorradas si no quieres que te machaque la cabeza.
    —¿Qué es? ¿Otro chanchullo de los tuyos? —dijo Charo sin bajar la voz.
   Las otras mujeres se miraban entre sí y cuchicheaban alegremente como expertas chafarderas, pensando en contarle el chisme a todo el barrio en cuanto tuvieran oportunidad.
    Nacho cogió a Charo del brazo y la sacó a empujones de la tienda.
    —Como vuelvas a chulearme con una escenita como esa te voy a… —Nacho levantó la mano para darle un cachete, pero se contuvo—. ¡Me cago en tus muertos!... Dentro de media hora tienes que estar en el hostal de Juancho, habitación ochenta y ocho. Y lávate el chocho. Don Mariano se quejó el otro día de que olías a horchata rancia…
    —Su polla sí que olía a horchata rancia…
    —¡Anda, vete echando leches!…
   Mientras se dirigía al hostal, Charo se dijo a sí misma que aquel sería su último trabajo. Dejaría las calles y ayudaría a su hermano Chema con la chatarra.
    Cuando llegó, Sancho, el recepcionista, leía el periódico con un puro que echaba chispas atrapado entre los dientes, mientras en la radio sonaba un alegre chachachá con la chispeante voz de Antonio Machín. Sancho le hizo un gesto para que subiera las escaleras… Charo subió de mala gana y llamó a la puerta de la ochenta y ocho, pero no contestó nadie. Abrió y entró en la oscura habitación hasta chocar con la mesita de noche. Al encender la lamparita, se encontró con una desagradable sorpresa: el rechoncho cadáver de un hombre tendido sobre la cama atado de pies y manos. Las sábanas todavía chorreaban sangre formando un gran charco en el suelo. Charo se tapó la boca con las dos manos para amortiguar el chillido que acechaba en su garganta, que sonó como el canto de una chicharra.
    Era el señor Chamorro, el churrero.
    Mientras renegaba de su cochina mala suerte, escuchó el chirriante sonido de la sirena de un coche patrulla… Sus chanclas chapoteaban por el charco de sangre manchando sus pies de certezas irrefutables. Nada podía hacer.
    Aquel puchero de pochas con chorizo tendría que esperar.
    Abrió la ventana.
    Anochecía en Carabanchel.





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