Eran
más de las siete de la mañana cuando salimos al escenario en aquella mierda de
festival. El poco público que quedaba estaba totalmente borracho, deambulando
por el desolado campo de fútbol como una manada de zombis.
Nos
miramos tristemente resignados y empezamos a tocar.
Las
primeras notas del bajista sonaron deprimentes, lánguidas, viscosas como los
mocos de una medusa. La batería entró con desánimo, a destiempo, compitiendo
con el bajo en tristeza y desasosiego. La percusión sonaba como un cacho de
plástico golpeado por las nalgas de un mandril. Entró el piano, pero no tuvo
suerte, el bajo y la batería no estaban allí, luchaban totalmente desconectados
del mundo exterior. Sus mentes volaban hacia tiempos imposibles.
Poco
a poco, se fue formando un pequeño grupo de curiosos delante del escenario. Nos
miraban atónitos, con la cabeza ladeada y los ojos desorbitados, apoyados en
las vallas de seguridad con su vaso de litro de cerveza rebosante, intentando
inútilmente mover los pies al compás de la música.
Entró
el guitarrista, con aquella entrada tan guapa que teníamos ensayada. No sirvió
de nada. Sonó un chirrido infernal que destrozó mis tímpanos, y los del escaso
público, que, asustados, saltaron hacia atrás al unísono derramando más de una
cerveza sobre sus pantalones.
Solo
quedaba yo.
Todo
dependía de mí.
Tenía
que empezar a cantar y arreglar aquel desbarajuste.
Me
preparé concienzudamente mientras el guitarrista intentaba acoplarse sin éxito
a los demás músicos…
Tragué
saliva…
1,
2, 3 y…
¡A
vint-i-cinc de desembre, fum, fum, fum!
ILUSTRACIÓN DE PATO CONDE
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