miércoles, 27 de abril de 2016

La cena en el chiringuito


Aquel día tenía hambre, como todos los días. 

Mientras escribía una idea para una nueva novela, me tiré un pedo. De esos pedos que parece que no acaban nunca, que te desinflan el estómago. De esos que cuando terminan sientes como si todos tus intestinos se colocaran de nuevo en su lugar después de haber soportado la presión de aquellos potentes gases.

Estaba sentado cuando ocurrió. Bajo mis pantalones, la erupción fue lenta, y su sonido, grave y majestuoso, como un trombón tocando un bolero. Los gases fueron elevándose lentamente hacia mi nariz, con la tranquilidad del que sabe que llegará indemne al final del viaje. Y llegaron, vaya si llegaron.

Temí lo peor. Pero mientras esperaba resignado a que me envolviera su nauseabundo olor, recordé que aquel pedo no podía hacer nada contra mí. Era mi pedo. Y recordé que el olor de mis pedos no me afectaba, incluso me gustaba. Cuando recibí por fin su visita, me regodeé con su fragancia: ¡Qué cálido! ¡Qué dulce! ¡Qué sutil! Aún se intuía el olor a las coles de bruselas que había comido el día anterior y las alcachofas al horno de la cena. Pinceladas de esencia de chorizo sobresalían a medida que el olor se iba diluyendo por la habitación. Cuando ya me despedía de aquel inesperado visitante, otro pedo surgió de pronto bajo mis pantalones. Su sonido, más aflautado; su aroma, más agrio. Distinguí el olor añejo de los garbanzos del domingo pasado, el salmón ahumado del aperitivo, los mejillones que comí al día siguiente en el bar de Jacinto. Todo aquello me traía gratos recuerdos. Y agradecí a aquellos pedos su visita.

En sus últimos coletazos, un sutil aroma a ajo me hizo recordar la entrañable cena del sábado pasado en la playa…


Allí estábamos todos ocupando el chiringuito: Andrés, Laura, Elena, Manolo, Patricia (la pareja de Laura), María, Miguel, Carlos (la pareja de Andrés), Juanito «supermirafiori», el antaño piloto de rallyes. También estaba Toni, Julia, Raquel (la compañera de Manolo), Gorka (el ex novio de Elena), Xavi y Gloria (la ex novia de Miguel)… Más tarde llegaron José Luis y Leopoldo Mondadientes, dos hermanos gemelos que trabajan de catadores de bistecs en un restaurante de lujo en las afueras de la ciudad.

Creo que no me dejo a nadie.

La noche lucía una luna espectacular. Una brisa suave refrescaba el ambiente del chiringuito. El camarero tomó nota y esperamos impacientes la llegada de la comida mientras cada uno contaba sus novedades…

Andrés acababa de llegar de Nueva York aquella misma tarde. Venía de inaugurar la exposición de su nueva colección de pinturas: Naturaleza tuerta. Nos enseñó algunas fotos de sus cuadros. La que más me llamó la atención fue la que mostraba una estampida de ñus. En el cuadro, una gran manada de ñus, todos con un parche en un ojo, gorro de cotillón y pajarita, huían de un horizonte en tinieblas galopando de frente al espectador. Parecía que en cualquier momento serían capaces de atravesar el cuadro y arrasar con lo que pillaran por delante. Y así fue. Andrés nos enseñó la foto de cómo quedó la galería de arte después de la performance. Los ñus se pasearon el resto de la velada entre los invitados.

Juanito, el expiloto de rallyes, nos contó por enésima vez su última carrera con el 131 «supermirafiori» de su padre: Primavera del 78. Campeonato Provincial de Rallyes. Categoría: Turismos. Cuando le dieron el banderazo de salida, Juanito ya llevaba un rato dándole al acelerador. Apretó a fondo y salió disparado a una velocidad de vértigo (vértigo de 1978, claro). Le reventaron las bielas en la primera curva, chocó contra un árbol y su coche explotó en mil pedazos. Cincuenta hectáreas de bosque calcinadas en menos de veinticuatro horas. Parece ser que alguien se olvidó de ponerle aceite en el motor.

Después Julia nos habló de su proyecto de abrir una hamburguesería en el Machu Pichu… Y entonces llegó la comida…

Las tapas fueron circulando rápidamente de mano en mano y las botellas de vino se pasearon de un lado a otro como en una partida de ajedrez. Las cañas de cerveza, chorreantes de espuma, iban empapando el mantel de papel, que empezó a desintegrarse. Las botellas de agua de litro y medio recibían pocas visitas, manteniéndose prácticamente intactas durante toda la noche. Comimos, bebimos, charlamos… Fue una cena maravillosa… Cuando llegó el café ya nadie estaba en su sitio. Se hicieron grupitos de conversaciones por todo el chiringuito y yo me quedé sentado tomándome el café. Miré la mesa después de la “batalla”. Parecía un cuadro. Hice fotos con el móvil. Me fijé en los platos. Las distintas salsas habían ido decorando su superficie con un sinfín de colores. Predominaba el rojo. El rojo de la salsa de los calamares, de los callos, de las patatas con kétchup, del vinagre de la ensalada, que mezclado con el amarillo pálido de la mayonesa formaban una variedad infinita de tonalidades, mientras pequeñas partículas de tortilla de patata se iban resecando por el borde de los platos…

De pronto me pregunté qué hacía yo observando aquellos platos como un idiota. Miré a mi alrededor. Estaba solo en la mesa. Mis amigos me habían dejado una nota bajo la taza de café.

«Cuando termines de escribir tu cuento, ven a la playa. Estamos todos ahí».

Y es lo que hice.

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