Aquel día tenía hambre, como todos los días.
Mientras
escribía una idea para una nueva novela, me tiré un pedo. De esos pedos que
parece que no acaban nunca, que te desinflan el estómago. De esos que cuando
terminan sientes como si todos tus intestinos se colocaran de nuevo en su lugar
después de haber soportado la presión de aquellos potentes gases.
Estaba sentado cuando ocurrió. Bajo mis pantalones, la
erupción fue lenta, y su sonido, grave y majestuoso, como un trombón tocando un
bolero. Los gases fueron elevándose lentamente hacia mi nariz, con la tranquilidad
del que sabe que llegará indemne al final del viaje. Y llegaron, vaya si
llegaron.
Temí lo peor. Pero mientras esperaba resignado a que me
envolviera su nauseabundo olor, recordé que aquel pedo no podía hacer nada
contra mí. Era mi pedo. Y recordé que el olor de mis pedos no me afectaba,
incluso me gustaba. Cuando recibí por fin su visita, me regodeé con su
fragancia: ¡Qué cálido! ¡Qué dulce! ¡Qué sutil! Aún se intuía el olor a las
coles de bruselas que había comido el día anterior y las alcachofas al horno de
la cena. Pinceladas de esencia de chorizo sobresalían a medida que el olor se
iba diluyendo por la habitación. Cuando ya me despedía de aquel inesperado
visitante, otro pedo surgió de pronto bajo mis pantalones. Su sonido, más
aflautado; su aroma, más agrio. Distinguí el olor añejo de los garbanzos del
domingo pasado, el salmón ahumado del aperitivo, los mejillones que comí al día
siguiente en el bar de Jacinto. Todo aquello me traía gratos recuerdos. Y
agradecí a aquellos pedos su visita.
En sus últimos coletazos, un sutil aroma a ajo me hizo
recordar la entrañable cena del sábado pasado en la playa…
Allí estábamos todos ocupando el chiringuito: Andrés, Laura, Elena, Manolo, Patricia (la pareja de Laura), María, Miguel, Carlos (la pareja de Andrés), Juanito «supermirafiori», el antaño piloto de rallyes. También estaba Toni, Julia, Raquel (la compañera de Manolo), Gorka (el ex novio de Elena), Xavi y Gloria (la ex novia de Miguel)… Más tarde llegaron José Luis y Leopoldo Mondadientes, dos hermanos gemelos que trabajan de catadores de bistecs en un restaurante de lujo en las afueras de la ciudad.
Allí estábamos todos ocupando el chiringuito: Andrés, Laura, Elena, Manolo, Patricia (la pareja de Laura), María, Miguel, Carlos (la pareja de Andrés), Juanito «supermirafiori», el antaño piloto de rallyes. También estaba Toni, Julia, Raquel (la compañera de Manolo), Gorka (el ex novio de Elena), Xavi y Gloria (la ex novia de Miguel)… Más tarde llegaron José Luis y Leopoldo Mondadientes, dos hermanos gemelos que trabajan de catadores de bistecs en un restaurante de lujo en las afueras de la ciudad.
Creo que no me dejo a nadie.
La noche lucía una luna espectacular. Una brisa suave
refrescaba el ambiente del chiringuito. El camarero tomó nota y esperamos
impacientes la llegada de la comida mientras cada uno contaba sus novedades…
Andrés acababa de llegar de Nueva York aquella misma
tarde. Venía de inaugurar la exposición de su nueva colección de pinturas: Naturaleza tuerta. Nos enseñó algunas fotos
de sus cuadros. La que más me llamó la atención fue la que mostraba una estampida
de ñus. En el cuadro, una gran manada de ñus, todos con un parche en un ojo, gorro
de cotillón y pajarita, huían de un horizonte en tinieblas galopando de frente
al espectador. Parecía que en cualquier momento serían capaces de atravesar el
cuadro y arrasar con lo que pillaran por delante. Y así fue. Andrés nos enseñó
la foto de cómo quedó la galería de arte después de la performance. Los ñus se pasearon el resto de la velada entre los
invitados.
Juanito, el expiloto de rallyes, nos contó por enésima
vez su última carrera con el 131 «supermirafiori» de su padre: Primavera del 78.
Campeonato Provincial de Rallyes. Categoría: Turismos. Cuando le dieron el
banderazo de salida, Juanito ya llevaba un rato dándole al acelerador. Apretó a
fondo y salió disparado a una velocidad de vértigo (vértigo de 1978, claro). Le
reventaron las bielas en la primera curva, chocó contra un árbol y su coche
explotó en mil pedazos. Cincuenta hectáreas de bosque calcinadas en menos de veinticuatro
horas. Parece ser que alguien se olvidó de ponerle aceite en el motor.
Después Julia nos habló de su proyecto de abrir una
hamburguesería en el Machu Pichu… Y entonces llegó la comida…
Las tapas fueron circulando rápidamente de mano en mano y
las botellas de vino se pasearon de un lado a otro como en una partida de
ajedrez. Las cañas de cerveza, chorreantes de espuma, iban empapando el mantel
de papel, que empezó a desintegrarse. Las botellas de agua de litro y medio
recibían pocas visitas, manteniéndose prácticamente intactas durante toda la noche.
Comimos, bebimos, charlamos… Fue una cena maravillosa… Cuando llegó el café ya
nadie estaba en su sitio. Se hicieron grupitos de conversaciones por todo el
chiringuito y yo me quedé sentado tomándome el café. Miré la mesa después de la
“batalla”. Parecía un cuadro. Hice fotos con el móvil. Me fijé en los platos.
Las distintas salsas habían ido decorando su superficie con un sinfín de
colores. Predominaba el rojo. El rojo de la salsa de los calamares, de los
callos, de las patatas con kétchup, del vinagre de la ensalada, que mezclado
con el amarillo pálido de la mayonesa formaban una variedad infinita de
tonalidades, mientras pequeñas partículas de tortilla de patata se iban
resecando por el borde de los platos…
De pronto me pregunté qué hacía yo observando aquellos
platos como un idiota. Miré a mi alrededor. Estaba solo en la mesa. Mis amigos me
habían dejado una nota bajo la taza de café.
«Cuando
termines de escribir tu cuento, ven a la playa. Estamos todos ahí».
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