jueves, 22 de septiembre de 2016

Skip, el trotamundos


    Me encantaba aquella música de negros. Era cruda, primitiva, repetitiva, y sus voces desgarradas me atrapaban. Era como si las canciones surgieran desde el interior de sus almas, entretejiendo las frases y la melodía con una naturalidad fuera de lo común.

   Cuando decidí montar mi tienda de música en Jackson, Mississippi, no tenía muy claro si iba a ser un buen negocio. Por cinco dólares podías grabar tu canción en uno de aquellos rudimentarios discos de metal. Pero, sorprendentemente, decenas de jóvenes negros vinieron para grabar sus canciones. Entraban tímidamente en la tienda enseñándome orgullosos su billete con la cara de Abraham Lincoln, seguramente ganado con algún trabajito en el contrabando de alcohol, que por aquellos tiempos era una de las pocas cosas a las que podían dedicarse. Llegaban con la esperanza de que me fijara en ellos y presentara sus grabaciones a alguna de las compañías discográficas con las que trabajaba.

    Fue en enero de 1931 cuando puse en marcha el concurso de talentos. Las compañías no pasaban por sus mejores días, pero la tienda se llenó de negros que llegaban con sus destartaladas guitarras dispuestos a participar. La gran mayoría eran chiquillos sin nada especial que mostrar, solo se acercaban para probar suerte. Hasta que llegó Skip.

    Se sentó frente al micro con su vieja guitarra, dejando caer su culo en la silla con una delicadeza pasmosa, como si su cuerpo estuviese creado de algún material elástico. Se acomodó, agarró su guitarra y empezó a rasgar aquellos primeros acordes que me dejaron desconcertado. Utilizaba una afinación extraña, que nunca había escuchado hasta entonces. Enseguida me di cuenta de que aquel muchacho tenía algo especial. Su voz sonaba casi femenina, como si alguien le estuviese amenazando con una hoja de afeitar para que cantara. Una mezcla de melancolía y rabia surgió de su siniestra garganta hacia los surcos del disco de metal.
    Skip ganó aquel concurso y firmó con la Paramount Records. A la semana siguiente marchó a Wisconsin para grabar dos sesiones con sus canciones. Cobró cuarenta dólares por ellas y se marchó sin saber que aquellas grabaciones llegarían a formar parte de la historia del blues.

    Treinta años más tarde, cuando la industria discográfica recuperó su esplendor, algunos grupos de jóvenes ingleses hicieron fortuna interpretando versiones de sus canciones. Pero Skip, como un buen trotamundos, estaba desaparecido del mundo y de la música, sin enterarse de lo que sucedía con su obra. Lo descubrieron enfermo en un hospital de Tunica, Mississippi, donde le habían extirpado un tumor cancerígeno. Lo invitaron a cantar en el Festival de Newport, en el verano de 1964. Skip volvió a cantar la misma canción que grabó en mi tienda, obteniendo el reconocimiento de los que encontraron inspiración en sus canciones. Pero ya era tarde. Skip murió poco después.

    Yo, por mi parte, transformé mi tienda de música en una tienda de muebles de segunda mano en 1937, pensando que el negocio discográfico ya no tenía futuro.

Evidentemente, me equivoqué.
                                                      

                                                                                *Basado en una historia real

 ILUSTRACIÓN DE PATO CONDE

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