Me encantaba
aquella música de negros. Era cruda, primitiva, repetitiva, y sus voces
desgarradas me atrapaban. Era como si las canciones surgieran desde el interior
de sus almas, entretejiendo las frases y la melodía con una naturalidad fuera
de lo común.
Cuando decidí
montar mi tienda de música en Jackson, Mississippi, no tenía muy claro si iba a
ser un buen negocio. Por cinco dólares podías grabar tu canción en uno de
aquellos rudimentarios discos de metal. Pero, sorprendentemente, decenas de jóvenes
negros vinieron para grabar sus canciones. Entraban tímidamente en la tienda enseñándome
orgullosos su billete con la cara de Abraham Lincoln, seguramente ganado con
algún trabajito en el contrabando de alcohol, que por aquellos tiempos era una
de las pocas cosas a las que podían dedicarse. Llegaban con la esperanza de que
me fijara en ellos y presentara sus grabaciones a alguna de las compañías
discográficas con las que trabajaba.
Fue en enero de
1931 cuando puse en marcha el concurso de talentos. Las compañías no pasaban por
sus mejores días, pero la tienda se llenó de negros que llegaban con sus
destartaladas guitarras dispuestos a participar. La gran mayoría eran
chiquillos sin nada especial que mostrar, solo se acercaban para probar suerte.
Hasta que llegó Skip.
Se sentó frente
al micro con su vieja guitarra, dejando caer su culo en la silla con una
delicadeza pasmosa, como si su cuerpo estuviese creado de algún material
elástico. Se acomodó, agarró su guitarra y empezó a rasgar aquellos primeros
acordes que me dejaron desconcertado. Utilizaba una afinación extraña, que
nunca había escuchado hasta entonces. Enseguida me di cuenta de que aquel
muchacho tenía algo especial. Su voz sonaba casi femenina, como si alguien le
estuviese amenazando con una hoja de afeitar para que cantara. Una mezcla de
melancolía y rabia surgió de su siniestra garganta hacia los surcos del disco
de metal.
Skip ganó aquel
concurso y firmó con la Paramount Records. A la semana siguiente marchó a
Wisconsin para grabar dos sesiones con sus canciones. Cobró cuarenta dólares
por ellas y se marchó sin saber que aquellas grabaciones llegarían a formar
parte de la historia del blues.
Treinta años
más tarde, cuando la industria discográfica recuperó su esplendor, algunos
grupos de jóvenes ingleses hicieron fortuna interpretando versiones de sus canciones.
Pero Skip, como un buen trotamundos, estaba desaparecido del mundo y de la
música, sin enterarse de lo que sucedía con su obra. Lo descubrieron enfermo en
un hospital de Tunica, Mississippi, donde le habían extirpado un tumor
cancerígeno. Lo invitaron a cantar en el Festival de Newport, en el verano de
1964. Skip volvió a cantar la misma canción que grabó en mi tienda, obteniendo
el reconocimiento de los que encontraron inspiración en sus canciones. Pero ya
era tarde. Skip murió poco después.
Yo, por mi
parte, transformé mi tienda de música en una tienda de muebles de segunda mano
en 1937, pensando que el negocio discográfico ya no tenía futuro.
Evidentemente, me equivoqué.
*Basado
en una historia real
ILUSTRACIÓN DE PATO CONDE
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