Aquel día
tenía hambre, como todos los días. Me preparé una especie de fabada con lo que
había en la nevera. Bueno, digo fabada por decir algo porque creo recordar que
no tenía ni uno solo de los ingredientes auténticos de una fabada. Tenía judías
de pote, un tomate, cinco lonchas de chorizo, una de beicon, media cebolla, dos
salchichas de cerdo y una lata de pimientos del piquillo. No sé, es lo primero
que se me ocurrió cuando abrí la nevera y vi lo que había. Fabada, pues fabada.
Ya sé que también podría haberlo llamado de otra manera, no sé, “Judías
estofadas”, por ejemplo, o “Potaje de judías con pimientos del piquillo” o
“Empedrado de judías” o “Salchichas con guarnición de judías y beicon” o
“Revuelto de cerdo con puré de judías de la huerta” o “Pimientos rellenos de
carne con crema de judías blancas” o “Fantasía oriental a la murciana”... Pero pensé en la fabada. Así es el cerebro,
qué le vamos a hacer.
Recuerdo que cuando acabé de hacer la
“fabada” sentí una especie de satisfacción. No sé como explicarlo, me dije,
“Joder, tío, tiene buena pinta”. Supongo que me pareció increíble haber
conseguido un plato tan suculento con aquellos ingredientes. Me sentía
satisfecho, como si le hubiera metido un gol a la “Nouvelle Cuisine” o algo
así. Fue como montarse la casa con cuatro muebles encontrados en la calle o con
trozos de madera o estanterías metálicas promocionales de patatas fritas y
darle por culo al Ikea.
Por cierto, el otro día una amiga se compró
un sofá de 1.500 euros. Lo estrenó pegando un polvo salvaje con su novio y
destrozó la estructura. Le echó la culpa al novio que pesaba 120 Kg . (Aunque ella pesa
95) y del disgusto se le quitaron las ganas... Bueno, solo aquel día. Cuando me
lo contó le dije que el valor de las cosas era relativo, que me parecía un poco
exagerada su reacción, y ella me dijo que los 1.500 euros no eran relativos y
que, en aquel momento, le sentó fatal... Puede que tenga razón. De todas
maneras creo que sería mejor reírse de la situación primero y luego acabar lo
que se esté haciendo y al día siguiente preocuparse por el sofá... pero no
dejar de follar por eso. Es curioso el valor que le damos a las cosas.
Me acabé la “fabada”, que estaba riquísima,
y como no tenía pan pasé la lengua por el plato hasta que quedó reluciente. Que
gozada. Siempre me ha gustado pasar la lengua por los platos. De pequeño mi madre
me pegaba la bronca con esas cosas, sobre todo cuando me bebía el “agüilla” de
los berberechos y después lo chupaba hasta dejarlo seco. “¿No ves que te va a
sentar mal?”, me decía... Pero nunca me sentó mal. Es curioso, a veces decimos
cosas sin tener ni puta idea, simplemente porque hay que decir algo, por
herencia, porque lo has oído por ahí, porque alguien dijo que chupar el plato
es de mala educación o qué sé yo.
Recalenté el café que había sobrado de la
mañana y le puse unas gotas de orujo gallego que me trajo un amigo de
Pontevedra… Me asomé al balcón y me tomé el café mientras miraba a la gente ir
de acá para allá con sus bolsas repletas de compras, gente en bicicleta,
turistas entrando y saliendo del Mcdonals... Un hombre, con algún tipo de
enfermedad mental, estaba en medio de la calle gritándole a la oreja: “¡Hijo
puta!” a todo el que se le acercaba (menudos sustos se pegaban los turistas). Había
perros husmeando por las esquinas, la grúa se llevaba un coche mal aparcado, un
tipo le arrancó el bolso a una viejecita y salió pitando por las callejuelas,
un chico gordito intentó seguirlo pero volvió sudoroso y jadeante a punto de
vomitar. Había bastante ruido. Ruido de coches, de platos, televisores,
gaviotas, el pitido de una olla a presión... Entonces empezó a llover
torrencialmente… Y me imaginé que la ciudad estaba metida dentro de una olla
que se inundaba poco a poco con la lluvia. Todos se refugiaban en los portales
mientras iban cayendo chorizos gigantes desde el cielo, judías, cebollas,
pimientos… Un gran chorro de aceite impregnó los zapatos de los transeúntes. El
agua ya les llegaba hasta las rodillas y empezaba a calentarse. Cuando se
dieron cuenta empezaron a gritar alocadamente, intentando escapar del agua
subiéndose por las paredes de la olla como si fuesen caracoles, pero de
inmediato resbalaban al contacto con el aceite del chorizo que ya lo impregnaba todo… y volvían a caer. El agua ya
les llegaba al cuello cuando empezó a hervir. Yo estaba mirándolo todo desde mi
balcón donde no llegaba el agua, tomándome el café tranquilamente y observando
como todo iba deshaciéndose hasta crear un caldo grisáceo y aceitoso.
Antes de que
todos desaparecieran, una cabeza apareció de repente entre las judías,
respirando con dificultad y se fijó en mí…
-¡Haz algo!
¡Ayúdanos! ¡Sácanos de aquí! –gritaba desesperado desde las profundidades de la
olla.
-¡No puedo!
-¿Porqué?
-¡Porque solo
soy un espectador!
Y yo me
quedaba allí, respirando el agradable olor de la fabada.
Peazo fabada tas marcao, jeje....pásate por mi blog que no tengo fabada pero igual te da una idea pa cuando no sepas que comer, un beso!!!
ResponderEliminarRosa