Hola,
soy un chiste malo. Bueno, yo no creo que sea tan malo. Lo que pasa es que a
veces cuesta encontrar al contador de chistes adecuado… Aunque supongo que eso
es lo que dicen todos los chistes… Mi contenido es simplón, pero si me cuenta un
tipo gracioso, la gente suele descojonarse. Los chistes son como las paellas, si
el cocinero no le da el toque de gracia, puedes dársela a los perros.
Yo soy aquel chiste que dice que va un
tío al médico y le dice:
—¡Doctor,
doctor! ¿Ya sabe usted lo que me pasa?
—Sí,
los análisis indican que tiene usted la
enfermedad de Rochester.
—¿Y
qué enfermedad es esa?
—Aún
no lo sabemos, Sr. Rochester.
¡Ja, ja, ja, ja, qué bueno soy!...
Siempre que me cuento, me muero de risa.
La verdad es que los chistes tenemos
un gran sentido del humor… no como algunos humanos que parece que te hacen un
favor cuando se ríen. No soporto esa especie de muecas fingidas, me recuerdan a
los muñecos de los ventrílocuos y a los propios ventrílocuos, que suelen tener
menos gracia que una patada en la boca. Si no les hago gracia, prefiero que no
se rían.
Mi primera aparición en público fue en
la habitación de un hospital… Mi creadora fue Chiki, la enfermera del turno de tarde,
que era una cachonda… Le gustaban los chistes morbosos y siempre se los contaba
a los pacientes… Salí de su boca a las cuatro de la tarde de aquel día lluvioso
de primavera (lo sé porque al salir me fijé en el reloj de la mesilla y en los
nubarrones que se veían a través de la ventana. Los chistes somos inteligentes
de nacimiento)… y mi primer receptor fue un enfermo en fase terminal (¡anda que
no era bestia la enfermera!). El tipo se quedó petrificado al escucharme y
quiso hacer una de esas muecas que os he contado antes, pero murió en el
intento.
Siempre me he sentido culpable de
aquella muerte. Es lo peor que le puede pasar a un chiste: matar a alguien de
asco y encima quedarse sin el receptor que después te cuenta a otro, y ese otro,
a otro y a otro y a otro. Así es la vida de un chiste, de boca en boca.
La verdad es que no fue un buen
comienzo… Pero, por suerte, la enfermera no se desanimó y me contó por todo el
hospital con un cierto éxito… Y después a su familia (a su abuela no le hizo
mucha gracia, creo que no me entendió), a sus amigos, a la cajera del
supermercado, que a su vez me contó a la panadera, que también me contó a su
marido, que es mecánico, y éste, al aprendiz de planchista, que a su vez me
contó a un cliente que va mucho por la discoteca en la que trabaja de camarero
el sobrino de un cómico aficionado… que me escuchó y me puso en su
repertorio...
Aquella noche pudo ser fantástica. Era
mi debut en un escenario. Estaba nerviosísimo y, antes de salir de su boca,
repasé mis frases una a una minuciosamente para que el tipo no se equivocara.
Fue un desastre. Era tan malo y estaba tan borracho que, a pesar de todos mis
esfuerzos para que vocalizara correctamente, el público no se enteró de nada… Babeaba
en las «eses» y en las «pes» todo el rato, y se quedaba encallado en cada
frase… Si quieren que les diga la verdad, reconozco que me daba un poco de asco
salir de su boca. Cuando terminó de decir la última frase, no se rió nadie (bueno,
tampoco es que hubiera mucha gente) y solo escuché un par de aplausos (esos aplausos
que prefieres no oír). «¡Plas, plas!». «¡Bravo… eres un genio, ja, ja, cómo me
río!», dijo uno de los espectadores... Me deprimí tanto que ni yo mismo me hacía
gracia... y en aquel momento me hubiese gustado convertirme en un cuento de
terror o algo así.
A
pesar de eso, el tipo siguió poniéndome en su repertorio.
Los
chistes llegamos a todas las capas de la sociedad y puedo presumir de que el príncipe
de Gales me contó a su amante poco antes de desatarse el escándalo del tampax (aquello
sí que fue un buen chiste). Fue muy divertido. Cuando me contó, la señora
estaba en pelotas, atada a la cama riendo como una loca (yo creo que iban de
cocaína). Al principio me impactó un poco por aquello de que él era un príncipe
y eso, pero después de estar un rato allí (los chistes flotamos en el aire un
buen rato después de contarnos para dar tiempo a los «duros de mollera»), me di
cuenta de que solo eran un par de animales como otros cualquiera.
Muchos chistes le deben la vida a los personajes que salen en las
revistas: a cantantes, actores, políticos, deportistas, presentadores... Aunque
para mí eso no son verdaderos chistes. Basarse en un famoso para hacer un
chiste tiene muy poco mérito. Los verdaderos chistes son aquellos salidos de la
imaginación de la gente. Si supierais los chistes que se pierden y se
desvanecen en bares, peluquerías, reuniones de amigos, talleres, fábricas… Chistes
nacidos de la improvisación, que no se toman como tales, pero que hacen
desternillarse de risa a los que escuchan en ese momento. Hay que estar allí
para escucharlos. Eso es todo un privilegio. Algunos tienen suerte y se
convierten en chistes memorables, pero la mayoría se suelen perder en la
memoria, normalmente etílica, de sus propios creadores.
Hoy he salido por la tele en boca de
aquel mismo cómico. Lo gracioso del caso es que me ha contado exactamente igual
que la noche del estreno, aunque esta vez hemos tenido un gran éxito. A mí me
sigue dando asco salir de su boca, pero si la gente se ríe, me doy por
satisfecho... Creo que ahora se hace llamar Pepito de la Cazalla.
Bueno, adiós. Espero que algún día me
contéis a vuestros amigos… Será un placer conocerlos.
Buen chiste malo.
ResponderEliminarAbrazos.
Sergio.