lunes, 28 de febrero de 2011

UN DISCO DE MACHÍN EN CASA DE LA ABUELA

Hola, soy un disco de Machín en casa de la abuela. Bueno, doña Virtudes no siempre ha sido abuela, claro. Yo la conozco desde que tenía 25 años más o menos. (No llevo muy bien la cuenta. Mi vida ha dado tantas vueltas que he perdido la noción del tiempo). Se casó, según mis cálculos (que no son muy fiables), a los 18 años con un vendedor ambulante de embutidos, que resultó ser un chorizo de mucho cuidado. Se fugó con una charcutera, dejándola sin un puto duro, con dos hijos y la hipoteca del piso. Eso pasó un mes después de mi llegada, o sea, un mes después de su 25 cumpleaños. Yo fui su regalo.

Doña Virtudes tiene el tocadiscos (una antigualla, por cierto) frente a un reloj de pared de esos que sale un pajarraco (iba a decir un pajarito, pero tiene una pinta de cuervo que te cagas, el condenado). A veces, cuando estoy girando y me aburro (que suele ser casi siempre, porque ya estoy hasta el moño de tanto escuchar al Machín de los cojones, siempre con el mismo repertorio. En eso, las cintas de casete tienen más suerte. Pueden volver a grabarse y, por lo menos, de vez en cuando cambias de rollo. Aunque no me puedo quejar. Podría haber sido un disco de canciones del Papa y entonces sí que me suicido)… Estooo... ¿De qué estaba hablando?... ¡Ah, sí!... Cuando estoy girando y me aburro, calculo las vueltas que doy en cada canción y mirando el reloj sé cuánto duran exactamente. Así descubrí que cada 33 vueltas que daba pasaba un minuto… Bueno, menos un día que vinieron los nietos de doña Virtudes y empezaron a jugar con el tocadiscos mientras yo estaba girando... «Dos gardeniasparaticon ellasquierodecirtequiero...». Me sacaron de quicio... «Y e s q u e h a n a d ivinadoquetu a m o r sehaterminado…». Doña Virtudes les dijo que se quedaran quietecitos mientras iba a comprarles la merienda... Creí que era mi final. Empezaron a cambiar de canción en canción por el camino mas corto, o sea, sin levantar la aguja de mis surcos... ¡Fiiuuuuggrrrrr! No sabéis el daño que hace eso. «Si tequierescon e l p i c  o  d  ivertircompratéuncu c u ru chitodemaní...». No se conformaban con cambiar la velocidad del tocadiscos, sino que me paraban con el aparato en marcha (tipo disc-jockey). Ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no... «madrecita del al… al… al... fiuuuuuuurg... alma, alma, alma, que… que… que… querida... en… en tu pecho pe… pe... fiuuuurg... pe… pecho... madreci… madreci… ci… ci… ta… ta...». Yo notaba el plato por debajo de mí rozando impunemente mi cara B con su viejo disco de goma. ¡Dios mío, cómo escuece! Desde aquel día, una de las canciones está rayada (eso sí que jode). «Cómo se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco... tar loco... tar loco... tar loco... tar loco».

A partir de aquel maldito día, cuando doña Virtudes escucha esa canción, rompe a llorar y deja que dé vueltas y vueltas sobre el mismo surco... «tar loco... tar loco... tar loco». Un día estuve 20 minutos girando. Me volví loco de verdad. Estuve a punto de aprender a hablar... ¡Doña Virtudes, socorro!... «tar loco... tar loco... tar loco... tar loco». Pero ella estaba llorando mientras miraba la foto de su marido. ¡Los humanos son la hostia! ¡Después de tanto tiempo y aún se acuerda de él! «...tar loco... tar loco...». Fue entonces cuando me convertí en un disco de Machín rayado en casa de la abuela.

Para un disco, estar rayado es como jubilarse anticipadamente. Es sinónimo de coñazo. Nadie quiere poner un disco rayado, porque sabe que, tarde o temprano, tendrá que levantarse para darle un golpecito a la aguja... Es como oír cantar a un cantante tartamudo.

Para rematar la faena, en Navidad le regalaron un reproductor de compact disc con un doble CD que contenía todos los éxitos de Machín. Como podéis imaginar, no me hizo ninguna gracia el regalito. Me puse triste y no lloré de milagro (bueno, el milagro hubiese sido que llorara; era solo una expresión). Al principio, doña Virtudes usaba el compact diariamente y reconozco que sonaba bien. Se distinguían instrumentos que yo ni siquiera había reconocido en mi grabación. Tuve la sensación de no conocerme a mí mismo. ¿Y esos bongos? ¿Y ese piano de fondo? ¿Y esos coros? Me sentí un poco como doña Virtudes. Con la sensación de no haberle sacado jugo a mis surcos, sin darme cuenta de lo que tenía realmente en mi interior. Me sentí más cerca de ella y la comprendí por primera vez. (¿Y esos violines? Tararí, nianonianoooo...). Ella, como yo, se conformó con dar vueltas sobre su propia casa y yo, que siempre quise ser un disco de Elvis Presley, no me di cuenta de que detrás de la voz de Machín había mil matices, trompetas, flautas, pianos, congas, campanas... Toda una fiesta.

Después de unos meses, se acordó de mí. Cuando me sacó de la funda noté algo especial, un extraño cosquilleo. Me colocó suavemente en el tocadiscos y soné como nunca había sonado. Sentí renacer. Como si fuera la primera vez. Ella también estaba más alegre. Había cambiado un poco la decoración de la casa e incluso tenía visitas de vez en cuando (parece ser que ha conocido a un abuelete muy simpático que le esta haciendo la vida un poco más agradable. Lo conocí el otro día y es muy majete). El reloj de la pared ya no estaba y eso me aliviaba. Ya nunca más me molestaría con su cucú (sobre todo a las 12) mientras sonaba nuestra canción... «Cómo se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco... tar loco... tar loco... tar loco... tar loco... tar loco... tar loco».

¡Doña Virtudes, por favor!.



  

1 comentario:

  1. Muy bonitos los matices, me ha gustado mucho la parte de los.. No te lo digo, cabroncete, así me vengo de algunas que nos gastas en otros relatos jijijijo

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