Hola, soy un caramelo a la puerta de
un colegio. Ya sabéis el dicho: «Vas a durar menos que un caramelo a la puerta
de un colegio». Pues ese soy yo. Mi única posibilidad de sobrevivir es que
estemos en verano, pero eso es bastante improbable porque hace un frío de mil
demonios. Por lo tanto, tendré que esperar mi final con serenidad. No es que me
moleste (al fin y al cabo el sentido de mi vida es acabar entre los dientes
lechosos de un niño), lo que más temo es que no se percaten de mi presencia y
me aplasten. No me gustaría acabar aplastado con mi relleno de fresa
desparramado por la acera o, peor aún, enganchado en el zapato de alguna
criatura o, aún mucho peor, de su padre. Los padres son mucho más bestias a la
hora de desengancharse algo de los zapatos. Rascan en la tierra como toros
bravos y golpean los talones con el canto de las aceras. Sin embargo, los niños
pasan de todo. Corren, juegan, brincan, bailan y no se enteran de que tienen un
caramelo en su zapato. Yo conocí a un caramelo de menta que se pasó tres meses enganchado
en la bota de un boy scout. ¡Qué suerte!
¡Siempre de excursión!... Aaaah... ¡Qué envidia!... Aunque hace poco me enteré de
que se lo comieron las hormigas el verano pasado cuando fueron de campamentos.
El chaval se había comprado un par de botas nuevas y abandonó las viejas junto
a un hormiguero... Bueno... ¡Que le quiten lo bailao!
Creo que no debe de faltar mucho para
que salgan los niños del colegio, porque un policía municipal se ha puesto a
regular el tráfico. Empiezan a llegar padres, madres, abuelas, vecinas de las
madres. El tráfico se complica. El policía parece un molino de viento. Creo que
acaba de armar un taco de mucho cuidado. Ha sido culpa suya, pero la policía
siempre tiene razón y se lía a pitidos con un pobre peatón que quería cruzar la
calle. Una señora se ha parado junto a mí. Lleva zapatos de tacón y empiezo a
preocuparme por mi integridad física (poneos en mi lugar).
Ha sonado el timbre. Hay un gentío
impresionante delante de la puerta (bueno, impresionante para un caramelo
relleno de fresa, como yo). Las madres estiran el cuello para poder ver a su
hijo antes de que salga. Se diría que tienen miedo de que se lo quiten. Sería
gracioso que las madres se llevaran un niño diferente a casa cada día. ¡Como
caramelos! ¡El que lo coja primero, se lo queda!... Yo sé bien lo que es eso.
Estuve en una de esas cajas de caramelos para regalar. Las Navidades pasadas,
destaparon la caja y lo primero que vimos fueron los caretos de cinco o seis
niños amontonados, mirándonos con los ojos como platos… En décimas de segundo,
nos llevaron hasta sus bolsillos cogiéndonos a puñados. Yo acabé con un grupo
de cinco caramelos de café con leche en el abrigo de una niña que, por suerte o
por desgracia (ya veremos cómo acaba mi vida), no le gustaban los caramelos
rellenos. Y por eso estoy aquí ahora.
Ya salen los niños… y de momento
ninguno se ha fijado en mí. Ahora vienen los más peligrosos, los de seis o siete
años. Uno de ellos parece que me mira. Sí, sí, ya me ha visto. Se acerca, me
observa, se agacha, me coge, mira la etiqueta, me quita el envoltorio (esto es
el final, pienso), se me lleva a la boca... «¡Niño, no cojas nada del suelo!
¡Marrano!»... Es su madre. Le ha dado un cachete en la cocorota y el niño me ha
dejado caer al suelo sin darle tiempo a saborearme... ¡Dios mío! (suponiendo que
los caramelos tengamos algún dios)... ¡Esto es lo peor que le puede suceder a
un caramelo! ¡En el suelo, desnudo, sin envoltorio y a merced de cualquier
bicharraco! ¡Soy un caramelo a la puerta de un colegio! ¡Que alguien me coma,
cojones! Y, encima, me he quedado al borde de una alcantarilla. Solo faltaría
que las ratas empezaran a roerme... ¡Quiero un final digno para un caramelo!
Ha llegado la noche. Hace frío y yo
sin envoltorio. De momento las ratas no han aparecido, pero me ha pasado un
caracol por encima y me ha dejado hecho un asco antes de subirse a la acera y
continuar hacia las avenidas (parece que lleva un poco de prisa)... De pronto se
acerca un perro de esos «mil leches» que lo mean todo. Me husmea, pasa de mí...
Vuelve a husmearme... me toca con la pata... me chupa… Me agarra con los
dientes y me lleva en la boca hasta un parque cercano. Estoy chorreando (este
perro es un baboso. ¿Por qué no me come de una puta vez?...). Se acerca al pie
de un árbol y empieza a hacer un hoyo rascando con sus patas delanteras... ¡No,
por favor!... ¡No puede ser!... ¡No puedo creer que este sea mi final!...
Pero... No… aún no ha acabado… Me entierra, se mea encima para marcar el
territorio y se marcha... Me temo que, con la cara de gilipollas que tenía este
perro, no se acordará en la vida de dónde me ha enterrado.
Yo tenía razón. Llevo seis meses
esperando a que el maldito perro se acuerde de mí y me desentierre de una
puñetera vez. A lo mejor ni siquiera le gustan los caramelos. Hay algunos
perros que son tontos, tontos, tontos… Y creo que este era uno de ellos. Me han
meado, me han cagado, ha llovido y, para rematar, acaban de enterrar un montón
de sardinas a mi alrededor (¿pero quién coño se dedica a enterrar sardinas?).
¡Huele que apesta!
¿Te fijaste en el tipo de arbol era?Con un poco de suerte era un frutal y puedes rellenarte de nuevo, en la proxima reencarnacion del azucar requemado, que debe estar al caer. Dulce suerte amigo.
ResponderEliminarJODER QUE PUTADA ES LA HISTORIA DE MI VIDA YO TAMBIEN SIGO ESPERANDO Q ME DESENTIERREN.
ResponderEliminareso pasa por estar rellenito,si es que vivimos en una sociedad...!
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