A Mario le era imposible conciliar el sueño desde aquel
fatídico día en el que su hijo Alfredo, guitarrista de los Blood&Guts, murió en un accidente de tráfico mientras se
dirigía a uno de sus conciertos. El conductor de la furgoneta se durmió al
volante y cayeron por un acantilado. Su hijo estaba practicando con su nueva
guitarra en la parte de atrás cuando el conductor perdió el control y la
furgoneta cayó dando vueltas como un rodillo hasta estamparse contra las rocas,
treinta metros más abajo. Alfredo fue la única víctima. Cuando llegó el equipo
de rescate, lo encontraron con el mástil de la guitarra clavado en la frente.
Increíblemente, los demás pasajeros salieron prácticamente ilesos del
accidente.
Desde aquel
día, Mario no pudo dormir más. Tenía horribles pesadillas cada vez que lo
intentaba. Se imaginaba el momento en el que el mástil de aquella guitarra se
incrustaba en el cráneo de su hijo. Imaginaba a los demás músicos abandonando
la furgoneta como si no hubiese pasado nada y al conductor mirando el cadáver y
riéndose de la patética imagen de su hijo, de su irónica mala suerte.
El médico le
recetó unas pastillas, pero no sirvieron de nada. Probó con infusiones y otras
cosas que le recomendaban los amigos y que había investigado por internet, pero
no hubo manera. La imagen de Alfredo y de aquella guitarra asesina se paseaba por
su mente en el mismo momento que cerraba los ojos.
Al cabo de
unas semanas, enfermó. Empezó a tener problemas cardiovasculares y tuvo dos
infartos. Más tarde le diagnosticaron cáncer de colon, diabetes, artrosis…
Engordó treinta quilos durante aquellos meses sin dormir. Tenía alucinaciones
en pleno día. Veía minúsculas guitarras voladoras zumbando a su alrededor, como
una nube de mosquitos impertinentes. Andaba por la calle haciendo aspavientos
con las manos para espantar aquellos pequeños seres imaginarios que intentaban
clavarle sus afilados mástiles por todo el cuerpo.
Por las noches
ya ni siquiera intentaba dormir. Se dedicaba a pasear por la ciudad sin rumbo
fijo hasta el amanecer o hasta que los huesos dejaban de responderle y se
dejaba caer, agotado. Como aquella madrugada en el parque, cuando se desplomó
entre los matorrales y pensó en suicidarse, en dejarse morir como un animal…
Y dormir, por
fin.
Ya había
decidido quedarse allí, abandonarse a la muerte, cuando llegaron los vendedores
ambulantes con sus cachivaches y empezaron a montar el mercadillo a su
alrededor. Frente a él se instaló un viejo hippy con su perro, un precioso
pastor alemán, que se acercó a Mario para olisquearlo. El anciano se fijó en
él.
—¿Te pasa
algo?, ¿necesitas ayuda? —preguntó, ofreciéndole la mano.
Mario lo miró
desconcertado, llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie y aquel hombre le
parecía un ser de otro planeta con su larga melena recogida por un pañuelo rojo
y vestido con una especie de túnica floreada que le llegaba hasta los pies.
—¿Te encuentras
bien?, ¿quieres que llame a una ambulancia? –El viejo imaginó que era un
vagabundo.
—No… no… solo
quiero… dormir —balbuceó Mario.
—Pues duerme,
estírate ahí en la hierba. No te preocupes, yo estaré aquí todo el día. ¿Quieres
una galleta?
—¿Una…
galleta?... No, no tengo… hambre.
—Ten, te
sentará bien…, es de marihuana. Hay quién las utiliza para relajarse —dijo, bajando el tono de voz.
Mario aceptó
la galleta y empezó a mordisquearla. Acabó con ella en un instante.
—¿Me das…
otra? —preguntó Mario, tímidamente.
—Sí, claro,
toma.
Se comió cinco
de aquellas galletas mientras observaba como el anciano hippy montaba su puesto
de aparatos electrónicos usados. De pronto se incorporó, sintiéndose más
animado, y ayudó a colocar sobre la mesa viejos tocadiscos, magnetófonos,
reproductores de casetes, cables, conectores, altavoces… Hasta que se fijó en
un antiguo discman, uno de los
primeros cedés portátiles que salieron al mercado, igual que el que le regaló a
su hijo Alfredo por su décimo cumpleaños. Ahora le parecía un armatoste.
—¿Cuánto pides
por esto?
—Por quince
euros es tuyo. Va con auriculares y todo. Funciona perfectamente. ¿Quieres
probarlo? Tengo un cedé para probarlo, si quieres. Se lo he tomado prestado a
mi hijo –dijo, guiñándole un ojo.
El viejo
conectó unos pequeños auriculares, introdujo el cedé y se lo ofreció. Mario
sonrió con una pequeña mueca por primera vez en muchos meses.
Volvió a estirarse en la hierba. Se colocó los
auriculares, pulsó el play y subió el
volumen del aparato al máximo. De repente, una guitarra brutalmente distorsionada
sonó con un riff diabólico para
empezar el primer tema. Cuatro compases después, Mario se llevó un buen susto cuando
todos los demás instrumentos entraron de golpe, como un cañonazo. Nunca había
escuchado una música así. Sintió como se aceleraba su ritmo cardiaco, como si
la adrenalina despertara de nuevo en su cuerpo. Sintió la hierba erizándose
bajo su espalda. Ocho compases más tarde, todos los instrumentos pararon de
golpe, hubo un compás de silencio hasta que apareció una voz desgarrada
gritando: ¡¡I am aliveeeee, I am
aliveeeee!! Mario imaginó una gigantesca garganta que le gritaba, que le
gritaba a él. ¡¡I am aliveeeee, I am
aliveeeee!! Sintió temblar todo su cuerpo, desde el cuero cabelludo hasta
la punta de los pies, que le cosquilleaban como si alguien estuviese
administrándole pequeñas descargas eléctricas.
Y se quedó
allí tumbado, asimilando aquella extraña música que nunca había escuchado, pero
que parecía compuesta para él, compuesta para mantenerle vivo.
El perro se
tumbó a su lado, mientras en el interior de discman,
el último disco de los Blood&Guts
siguió dando vueltas y vueltas y vueltas… y vueltas…
Hasta el
final.